Durante estos próximos meses, salvo que los ciudadanos consigamos reiniciar el proceso constituyente, tal como venimos pidiendo desde Equo y otros partidos que a duras penas sobreviven bajo la alargada sombra del bipartidismo, vamos a tener un pequeño receso en cuanto a citas electorales se refiere. Con el horizonte de las elecciones europeas y municipales todavía demasiado lejos, quiero hacer hincapié en varios conceptos electorales que la gran mayoría del público desconoce y que son esenciales para comprender nuestro sistema electoral. Con la vorágine de las campañas se inflaman las pasiones y se pierde la lucidez necesaria para abordar este tipo de cuestiones.
Soy defensor a ultranza del principio de un hombre un voto, y pese a ello, acepto ciertos criterios de modulación que pueden tener sentido en algunas sociedades concretas, donde algunas minorías necesitan una protección especial si no quieren verse excluidas del proceso político. Precisamente por ser consciente de ello, llevo mucho tiempo reivindicando que en nuestro país no se dan las circunstancias mínimas para mantener el ataque atroz que lanza nuestro sistema electoral contra el principio de igualdad de todos los españoles. Como murciano, sé que ningún partido de mi Región va a enviar un diputado al Congreso si no cuenta con, al menos, un 10% de los votos. Y es muy duro tener que resignarse a esa realidad.
Los sistemas electorales de Occidente se dividen, de forma más o menos limpia, entre proporcionales y mayoritarios. Grosso modo, los sistemas proporcionales son aquellos cuyo número de escaños se reparte de una forma muy aproximada al porcentaje de votos obtenido, siguiendo para ello alguna de las diferentes fórmulas de reparto existentes (D´Hondt, resto mayor, resto menor, etc.). La diferencia entre las fórmulas aplicables es mínima y no suele suponer un vuelco en los resultados electorales, más allá de ajustar un diputado o dos aquí o allá, a favor de un partido o de otro. La diferencia de resultados tiene una lógica matemática difícil de discutir. Si un partido ganara unas elecciones con un 51,4% de los votos y el Parlamento tuviera 100 escaños para repartir, el ganador podría tener 51 o 52 diputados, pero, obviamente, nunca podría obtener 51,4 diputados. El problema de las fórmulas de cálculo electoral no da para mucho más y algunas de las críticas que reciben son injustas por puro desconocimiento. Entre los expertos, unas posturas defienden que otorgando 52 diputados se facilita la gobernabilidad (D´hondt) y otras posturas afirman que reduciendo el número a 51 se facilita la diversidad política. Ambas posturas son respetables y dependen más del contexto histórico y social de un país que de razones dadas en abstracto sobre las virtudes de una fórmula u otra.
El problema de nuestro sistema electoral es otro muy distinto y no tiene nada que ver con la fórmula de recuento. Aunque no sea mi preferido, el sistema D´hondt no es la causa de la tremenda injusticia. Nuestras elecciones están amañadas y ofrecen resultados engañosos y desvirtuados desde el año 1978. Y esto es problema del tamaño de las circunscripciones.
Establecer circunscripciones muy pequeñas, en las que la proporcionalidad no encuentra espacio para desplegar sus efectos, es un fenómeno que se conoce como “deriva mayoritaria” y que está incrustado a fuego, de forma bastante habilidosa, en nuestro texto constitucional. Un ejemplo radical: si el tamaño de la circunscripción fuera de un diputado, ganaría simplemente el más votado y no habría proporcionalidad posible. Algo parecido sucede en provincias con tres o cuatro diputados, donde solamente los dos principales partidos acceden al reparto de escaños y donde conseguir un 15% o un 20% de los votos no es suficiente para obtener representación parlamentaria. Presentarse en provincias cómo Soria, Teruel o Ávila supone un esfuerzo estéril para los partidos que representan a la diversidad política de este país. Es decir, para los que no somos ni PP ni PSOE
La trampa impuesta por nuestra Carta Magna es insalvable y sirve de mecanismo de seguridad para el bipartidismo existente, además de ser un vivero para lo que se ha llamado el “voto útil”. Por eso, quiero hacer especial hincapié en reivindicar que el tamaño de la circunscripción establecido constitucionalmente es, simplemente, un atentado contra nuestro sistema electoral, un déficit democrático inmenso que aleja el principio de igualdad entre españoles a años luz de distancia. La Constitución de 1978 exige que la circunscripción sea la provincia, que cuente con un mínimo de dos diputados por circunscripción y que el número total de diputados oscile entre los 300 y los 400, ni más ni menos. Con estas premisas no hay democracia posible y es necesaria una reforma. Pero cualquier intento de cambiar este sistema, altamente excluyente y creado a medida de los partidos de la transición, exige, necesariamente, la reforma agravada de la Constitución. Algo que, como todos sabemos, no va a suceder próximamente.
Por su parte, los sistemas electorales mayoritarios, al menos los habituales en elecciones parlamentarias (las Presidenciales son harina de otro costal), tienen una razón de ser que no escapa de cierta lógica: cada circunscripción representa a una población relativamente pequeña y diferenciada de las demás, donde los electores mandan a su representante al Parlamento en virtud de la cercanía de éste con los problemas de los ciudadanos. Por ejemplo, cuando un estadounidense vota a su congresista, está votando por un hombre al que conoce y del que espera una defensa encarnizada de los intereses de su ciudad o de su región. Dudo que Rubalcaba en Cádiz o Martínez Pujalte en Murcia hayan ido, como sí hacen los políticos en Estados Unidos, a cada barbacoa, a cada grupo parroquial y a cada asociación de vecinos explicando cómo van a defender sus intereses en el Congreso de los Diputados. Dudo también que los votantes sepan a quién están eligiendo, más allá de las grandes siglas que decoran cada papeleta, pero este último es un problema que tiene que ver con nuestra escasa cultura política, no con el sistema electoral propiamente dicho.
Cuando un americano vota a su congresista lo hace como garante de su territorio frente a una mayoría hostil y peligrosa (el Parlamento), o incluso como una forma de contrarrestar el poder del Gobierno Central. La única defensa posible ante el abuso de poder es mandar a nuestra fiel infantería (nuestros congresistas) a darnos voz y voto en el seno del Poder Legislativo, y en sus manos queda, en última instancia, la defensa de nuestros intereses. Este es, en definitiva, el espíritu de un sistema mayoritario basado en circunscripciones. Si el lector se está aguantando la risa es porque sabe que lo que acaba de leer pertenece a la más surrealista de las ficciones, al menos en lo que respecta a nuestro país.
Cuando una provincia de Castilla León, por ejemplo, manda 3 diputados al Congreso, todos sabemos que estamos ante un sistema mayoritario encubierto. Con un tamaño tan ridículo, hablar de proporcionalidad es un insulto a la inteligencia de los electores. Pero tampoco estamos ante un sistema mayoritario puro, porque ni el sistema electoral ni nuestra cultura política permiten que se cumplan los criterios de cercanía, de representación y de defensa del interés territorial que podrían hacer de este sistema una forma interesante de elegir a nuestros representantes.
Vamos a situarnos con otro ejemplo, esta vez ficticio: Imaginemos que los 350 escaños de los que se compone el Congreso de los Diputados se eligieran en 35 circunscripciones distintas, donde cada una de ellas mandara al parlamento a 10 diputados. Imaginemos que un partido político obtiene el 9% de los votos en todas y cada una de las circunscripciones. Pues bien, en este caso las cuentas son desoladoras. Este partido político ficticio que usamos en nuestro ejemplo no obtendría ni un solo diputado en toda España, y sin embargo, hubiera obtenido, dependiendo de la fórmula de recuento electoral que usáramos, aproximadamente unos 32 o 33 diputados de haber existido una circunscripción única a nivel nacional. Entre 0 y 33 diputados está la diferencia entre una democracia proporcional y una chapuza postfranquista de mentirijillas.
Si crees que nuestro ejemplo es ciencia ficción, aquí va un dato: sólo las circunscripciones de Sevilla, Alicante, Barcelona y Valencia eligen a más de 10 diputados, en el resto, cualquier opción política que no sea PP o PSOE no tiene nada que hacer, salvo esperar a que suene la flauta y suceda un milagro. Es hora de una reforma electoral que dé algo de aire fresco a un Parlamento rancio y enmohecido. Es hora de que la democracia salga en búsqueda de un futuro y deje de ser una reliquia del pasado. No engañamos a nadie, el futuro de Equo depende, en buena parte, de una reforma electoral que nos permita acceder a un reparto justo y proporcional de la representación política, pero no plantaríamos una cosa así si no estuviéramos seguros de que nuestra propuesta responde al sentir mayoritario de la ciudadanía española.